DIALOGAR: (Conversar, Charlar, Deliberar, Razonar, Analizar)
Hablar y escuchar por turnos, las ideas de cada uno, para buscar la avenencia en los temas que pueda haber acuerdos paritarios o recíprocos. El hombre es social porque habla; el hombre puede progresar, colaborar y ser ético porque habla. El hombre tiene, como don, la palabra y un lenguaje para vivir en relación con los demás hombres y con todos los seres, con el universo: él pone nombre a todo lo que conoce. Otros factores expresivos: la actitud, los gestos, el énfasis, el tono, la mirada, la risa, la seriedad, la sonrisa, que constituyen el lenguaje no verbal, modifican, acrecientan, desdibujan, transforman el valor y significado de las palabras dichas: los humanos contamos con múltiples recursos de comunicación. La palabra es un gran don para relacionarnos fácilmente con los demás hombres. Hacer el bien con la palabra requiere el ejercicio de las mejores facultades que tenemos y de no pocos valores, que debemos adquirir y ejercer.
Saber escuchar: Es casi una súplica que nace de un amor infinito que desea solo nuestra felicidad. La buena y la mala escucha: Oír no es lo mismo que escuchar. La buena escucha requiere sintonizar, hacerse cargo del estado del otro, no solo de lo que dice, sino también de qué le pasa y por qué dice estas cosas y calla otras, cuál es su intención, qué siente, qué necesita; comprender la entonación, la energía o el desaliento con que habla. Escuchar bien reclama nuestro ser entero, olvidarse de lo demás y ser todo para el otro que habla. Solo de esta forma será posible responder bien y, sobre todo, llegar a un encuentro verdadero entre persona y persona. Un padre cuando escucha a su hijo de trece años es todo para él; no es un tercio para el niño, y dos tercios para oír las noticias. Escuchar requiere no interrumpir el discurso del que habla. A veces, conviene preguntar para aclarar un detalle; otras veces, decir algo para manifestar que se comprende o que se está de acuerdo. Este silencio atento favorece la escucha. Cuando nos piden un consejo conviene escuchar bien los detalles significativos del problema. No deja de sorprender la rapidez con que algunas personas suelen responder a cualquier consulta que se les haga, sobre los temas más variados. Algunas veces habrá que decir con toda sencillez que no tenemos respuesta para el problema consultado, que necesitamos un tiempo para reflexionar; conviene ser honrados y por respeto a la persona no improvisar el consejo, sino decir sencillamente que queremos pensarlo mejor. También es necesario saber escuchar en las conversaciones entre un grupo de personas: no quitarse la palabra, interrumpir, no cambiar de tema sin más ni más, no dejar terminar al que habla. Hay personas que, si no opinan, sienten que no existen: quieren a toda costa decir lo que se les ocurre y que los demás se enteren de que saben del asunto; cuentan su versión o su interpretación del tema, aunque sea una ocurrencia inoportuna que no viene al caso, y seguramente sin haber atendido a los demás. Así, no dejan profundizar en los asuntos, sin aportar algo de interés. En muchas de estas situaciones está presente la vanidad, la frivolidad, la falta de tacto, la ausencia de ideas y de reflexión.
Otras personas se escuchan a sí mismas: la vanidad les lleva a recrearse con las propias palabras. Causan un efecto cómico. No pocos escuchan buscando la oportunidad de poder hablar de sí mismos: si alguien empieza a contar lo que le ha pasado, suelen interrumpirle enseguida con un pues a mí. Cuentan que un viejo escritor se encontró con un amigo al que le habló largamente de sus trabajos y sus éxitos, que no parecían tener fin. Al cabo de un buen rato le pidió disculpas con estas palabras: Perdona, solo he hablado de mí; por favor, cuéntame algo de tu vida. Por cierto, ¿qué piensas de mi último libro? En las tertulias entre amigos, amigas, matrimonios, ocurren también muchos disparates. Desde quien cuenta chistes hasta la extenuación de sus oyentes, hasta el que se toma en serio las más mínimas afirmaciones, las tergiversa y las discute.
El diálogo como valor: El justo equilibrio entre saber escuchar y hablar con oportunidad produce el milagro del diálogo. El diálogo es un milagro de armonía, de respeto y de sinceridad que posibilita la convivencia pacífica. El diálogo requiere en primer lugar una actitud silenciosa de escucha. Las buenas conversaciones nos enriquecen como personas: La persona se enriquece por medio de la conversación. Porque poseer sólidas convicciones es hermoso, pero más hermoso todavía es poderlas comunicar y verlas compartidas y apreciadas por otros. No se entiende por eso conversar en voz muy alta o desde lejos. Tampoco es compatible con otras actividades, como seguir leyendo el periódico o estar pendiente de la televisión: quien habla en estas circunstancias sabe que no le están escuchando. En la conversación ha de evitarse el uso de expresiones rebuscadas y cursis; también aquellas que estén de última moda, ambos extremos denotarían una actitud de superficialidad. La persona educada debe evitar palabras soeces y vulgares. Estamos hechos para el diálogo. Sin diálogo la persona no sabe cómo orientarse y se encuentra sola. Es una necesidad vital y humana: el hombre no es una esfera cerrada, incomunicada. Algunas sugerencias que pueden favorecer el diálogo: Ánimo abierto, mostrarse acogedor, cordial e interesado en el tema. Mantener una actitud respetuosa. Facilitar la confianza con la mirada y la actitud: esa confianza es la que permite a quien habla, abrir las puertas a las profundidades de su intimidad. Escuchar con atención, dejar hablar, intervenir cuando es oportuno sin cortes bruscos. Evitar expresiones inadecuadas: vulgares o groseras. Mantener el pensamiento enfocado en el tema que se trata. Hablar con veracidad. Decir las cosas con sencillez y claridad. Evitar a toda costa las discusiones y el tono violento, impositivo, autoritario o desentonado. Hacerse cargo de la situación emocional del otro. Tener en cuenta que ciertas conversaciones requieren un lugar tranquilo, apartado e íntimo. Una conversación debe terminarse bien; es decir, que ambas partes se queden contentas de haber hablado, de haber compartido, que se queden con deseo de reunirse otra vez. Y esto a pesar de que haya cuestiones en las que no están de acuerdo: las diferencias no separan si están por medio el afecto, el respeto y la confianza.
Sugerencias de un hijo adolescente a sus padres: Trátame con la misma cordialidad al menos con la que tratas a tus amigos. Aunque seamos familia, también podemos ser amigos. No me des órdenes, por favor. Si me pidieras las cosas con otro tono, mucho mejor. No me corrijas nunca en público. No me grites. Nadie tiene por qué enterarse de nuestros problemas. No mientas delante de mí, ni me pidas que mienta por ti, aunque sea en cosas pequeñas. Cumple las promesas y los pequeños acuerdos entre nosotros. Admite que, a veces, tú también te equivocas. No me compares con nadie. Tampoco con mis hermanos, ni con los vecinos ni con los primos, ni con los hijos de tus amigos. Cuando hago algo mal, no me pidas que te explique por qué lo hice: muchas veces ni yo mismo lo sé. Cuando te cuento un problema, escúchame; por favor, no me digas que no tienes tiempo para tonterías. Dime alguna vez un pequeño elogio, algo positivo, que anime de verdad.
Los diálogos entre cónyuges: Con frecuencia se tiende a pensar que el amor basta para que a lo largo del tiempo siga viva la armonía en el matrimonio. Sin el ejercicio de los valores es difícil la relación y el trato entre el marido y la mujer. El diálogo entre ellos fluye bien cuando se ejerce la caridad por ambas partes; si se reconocen las diferencias que hay entre hombre y mujer. Cuando hay faltas de entendimiento entre ambos, las incomprensiones tienden a acentuarse si no se pone remedio. Ellas tienden a hablar más y añadir matices a cada asunto; para los hombres significa una complicación. Para la esposa suele constituir una satisfacción compartir con detalle sus pensamientos y emociones con el marido; en cambio, este, tendencialmente, se encuentra más cómodo cuando habla de política, economía, deporte, etc. Si se desconocen estas tendencias, las conversaciones pueden concluir en enfados. Para superar un enfado conviene conocer que la mayoría de los agravios que se perciben son producto de la susceptibilidad; esta se puede superar con humildad y pensando bien del otro cónyuge, con el diálogo sereno y respetuoso. En las relaciones entre los esposos es fundamental cultivar este hábito: la presunción de inocencia. Esto facilita hablar sin acritud ni enfrentamiento, superar problemas, desechar los pensamientos negativos acerca de las intenciones que mantuvo la otra persona cuando hizo algo que molestó al otro. Pensar bien y disculpar facilita la concordia. Decir bien las cosas. Ser buenos comunicadores Quien habla desea que su mensaje sea bien recibido. Por esta razón conviene cuidar el modo; no solo elegir las mejores palabras, sino atender al tono, al énfasis. Porque la recepción del mensaje depende de estos matices que manifiestan respeto, aprecio, benevolencia. No es lo mismo que una madre diga a su hijo adolescente: ¿te has dado cuenta, hijo? ¡Tienes la habitación hecha una verdadera pocilga, a decirle: he visto que tienes la habitación desordenada, ¿quieres que te ayude a organizar las cosas? El primer mensaje es inútil, solo sirve para que el chico se ponga furioso; el segundo quizá reciba una respuesta negativa, pero el hijo ha sido consciente de la benevolencia de su madre y, probablemente, ordenará su habitación, Entre las mil formas de decir, conviene elegir la mejor y no la peor.
Discutir por discutir: Se tienen a veces diálogos improcedentes, inútiles, conflictivos, que más que unir separan. Y hay personas inclinadas a provocarlos; quien conversa con ellas se encuentra sin más con una polémica imprevista, no deseada. Con estas personas cualquier motivo, idea o palabra, basta para que comience una discordia que puede acabar en altercado. Son personas tozudas que se aferran a una posición y no ceden, exigen del otro que admita su idea, si escuchan, es para corregir lo que le dicen, siempre rechazan, insisten. Hay personas que nunca callan: Existen muchas personas que son como la radio: su voz es un río constante que no cesa y aturde a los de alrededor. A su lado es imposible decir algo: no hay pausa ni respiro ni lugar para intervenir. Desconocen el silencio porque no lo llevan dentro y pueden destruir el silencio íntimo de los demás. Los sabios ocultan su saber. De callar no te arrepentirás nunca: de hablar, muchas veces. En algunos casos, hablar es vicio o, quizá, una enfermedad. Es palabra ociosa que no aprovecha ni al que habla ni al que la escucha, procede de un interior vacío o superficial o frívolo. Antiguamente en muchos lugares de la administración pública colgaba un letrero que decía: ¡Sean breves! No estaría de más que un cartel así estuviera también en salas de espera, confesonarios, salas de debate, etc. El hombre pierde su fuerza espiritual a través de esa actividad incansable de la lengua. Es de suma importancia aprender a moderarse al hablar.
El silencio premeditado: La ausencia de palabras, por ejemplo, encierra muchos significados. El silencio pertinaz en medio de un grupo supone un peso que influye negativamente en todos. A veces se ignora qué le pasa a esta persona; alguien puede pensar que quizá le ha ofendido; no se sabe qué idea tiene sobre el tema que se está tratando; tampoco se sabe si va a estallar con destemplanza; se desconoce si es oportuno dirigirle la palabra, hacerle una alusión o preguntarle. Se supone, con razón, que sobre la marcha juzga lo que oye, y por eso provoca inquietud y molesta. Con frecuencia significa enfado: esta es la forma de demostrarlo. El mutismo puede ser también despecho, rencor, envidia, desprecio. Algunos guardan silencio para parecer más importantes, llamar la atención, dar la impresión de ser más sabios. Estas actitudes son no pocas veces una falta de educación y de caridad; en otros casos, además, de madurez. También estas segundas intenciones indican falta de nobleza y una complejidad de carácter que suele provocar sufrimiento en quien actúa así. El sendero del silencio premeditado es tortuoso, no lleva a metas que valgan la pena.
La maldad en las palabras: El respeto que merecen las personas reclama de todos decir siempre la verdad. Solo por esto vale la pena amar la verdad sobre todas las cosas y vivir siempre de acuerdo con ella. La difamación, la calumnia: El respeto a la buena fama y a la reputación de las personas prohíbe todo acto y toda palabra que pueda causarles un daño injusto: cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. Por eso el que, sin razón, manifiesta los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran ofende a esas personas. Es lo que ocurre con la murmuración y la difamación. Por desgracia todos conocemos a personas, con personalidades muy diversas, con gran tendencia a criticar; así nos encontramos, por ejemplo, la crítica del fracasado, la del irónico, la del envidioso, la del orgulloso, la del ambicioso, la del sectario, etc. Todas ellas hirientes y destructivas. Tan solo las críticas recibidas por amigos y gente honrada pueden ser positivas, constructivas y oportunas, se dice incluso que la crítica es gratificante. Por difamación o maledicencia se entiende la revelación, sin un motivo moralmente válido, de los defectos o faltas de un sujeto ausente a personas que los ignoraban. Son frecuentes las conversaciones sobre otras personas que están ausentes. Por eso la justicia y la caridad exigen prudencia y moderación, callar a tiempo, llevar las conversaciones hacia lo positivo de las personas y no en lo negativo. Tanto el exceso de curiosidad sobre las vidas ajenas como el afán de decir lo que se sabe de ellas constituyen un riesgo de faltar, a veces gravemente, a la caridad: quien guarda sus labios, guarda su corazón. La caridad y el respeto a la verdad deben ser la orientación sobre lo que conviene decir y sobre lo que es obligado callar. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto a la vida privada y al bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser divulgado. El deber de evitar el escándalo obliga a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla. Aún resulta más grave la calumnia: en este caso lo que se ventila públicamente es falso. Quien mediante palabras contrarias a la verdad daña la fama de otros y da ocasión a juicios falsos comete una grave injusticia. Son actos que entrañan una maldad, una intención perversa que procede del fondo del corazón. Es muy grande el poder de las palabras, sus efectos son difíciles de prevenir; por eso es necesario ser reflexivos, discretos y prudentes al hablar. A veces nos parece que hablar de los demás es indiferente; sin embargo, no lo es: no podemos predecir qué pensarán los otros de esas personas de las que descubrimos algo, qué males pueden derivar de nuestras palabras. Además, el chismoso contamina su propia mente y espíritu, las mancha. ¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerlo al descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del chisme. No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por nuestra presunción de saberlo todo.
La discreción es un gran valor: Los secretos verdaderos son para guardarlos. Este es un deber de lealtad y de prudencia. Quienes no guardan un secreto son personas de poco fiar porque traicionan a quienes han confiado en ellos. Lo que se comunica basado en la confianza entre dos personas viene a ser en cierto modo sagrado. Hay personas siempre deseosas de dar a conocer lo que saben, incluso, buscan comunicarlo antes que nadie, revelarlo a un grupo como primicia y adquirir así la imagen de persona enterada. Correveidile es el calificativo que se les puede aplicar. El hombre discreto encubre lo que sabe. La discreción es virtud que conlleva una actitud positiva que ennoblece a la persona. Se reconoce que es respetuosa, leal, se confía en ella, ofrece seguridad. La discreción comienza por no indagar en las vidas ajenas. Lleva a reservar la propia intimidad ante los extraños. Consiste en no airear asuntos ajenos. Guardar lo que ha conocido confidencialmente. Ser oportunos para hablar: aguardar hasta el momento adecuado para decir, pensar antes de hablar, escuchar antes de dar una respuesta. También consiste en elegir las mejores palabras, las que menos hieren, las fáciles de entender, las que animan, para decir la verdad. Sabemos que esto es también delicadeza, respeto y caridad. Las personas discretas saben que hay un tiempo de callar y un tiempo para hablar. Las palabras que nos decimos a nosotros mismos: Nuestro cerebro, que es un trabajador incansable, tiene la costumbre de decirnos continuamente cosas. Existe en nuestro interior una especie de desdoble del yo: es como si lleváramos dentro otro personaje con el que entablamos diálogo. Este sujeto se dedica, a veces, a decirnos cosas negativas: siempre te equivocas, nadie te quiere, nunca lo conseguirás. Todas estas afirmaciones no son ciertas. Son reproches, augurios y predicciones que no se cumplirán por lo extremas que son, por lo absolutas y rotundas. No son verdad ni pueden serlo. Sin embargo, su poder sobre nosotros mismos es, en algunas circunstancias, muy destructivo. Llevan al desánimo estéril. Conviene rechazar estas ideas negativas que se desencadenan cuando algo ha salido mal. Frente a su poder contamos con un buen recurso: la reflexión, esa capacidad de considerar las cosas con atención y darnos cuenta de si son ciertas o no. Las palabras que nos decimos a nosotros mismos son arma de doble filo. Pueden ser negativas, pero también positivas: no te desanimes, la próxima vez lo harás mejor, poco a poco lo conseguirás, hoy has trabajado muy bien, eres estupenda con las matemáticas. Estas cosas son verdad. Es oportuno que nos tratemos bien a nosotros mismos, con buen humor y una chispa de optimismo, con palabras amables. Tenemos defectos, nos equivocamos, pero hay defectos que, si no hacen daño a los otros, pueden formar parte de nuestro modo peculiar de ser.
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Artículo divulgativo basado en: El libro Pasó haciendo el bien, de Francisco Fernández C., Conferencias del Lcdo. Vidal Schimill de Escuela para padres y en la compilación "El poder de la verdad", de la Universidad de Ansted, E.U.A. historiaybiografias.com. Cuentos y canciones para compartir valores. Ed. de la Infancia. Conócete a ti mismo, Omraam Mikhaël Aïvanhov. Diccionario de la RAE. Conozca sus fortalezas, T. Rath. Se autoriza la reproducción del artículo, si se menciona como fuente: datamedbank-ec.com
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